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El fuego de nuestros cuerpos
 

El jazz y sus derivas me llevan acompañando media vida, desde que yo andaba por Madrid compartiendo mi soledad con los fantasmas de una ciudad que mezcla disparos con saliva y calamares con azúcar. Recuerdo una noche de lluvia, buscando un sitio abierto para comprar tabaco, cuando conocí a una mujer cuyo nombre el tiempo ha borrado, pero no su memoria ni su voz, pues cantaba “Sophisticated Lady” susurrando al micrófono al estilo de Ella Fitzgerald. 

Fue en un club de jazz que había cerca de la Castellana y que ya no existe, pero que siempre llevaré en mi recuerdo por haber sido el lugar donde nos conocimos. Ella cantaba sobre el escenario,  mientras yo ponía a secar mi gabardina en el respaldo de una silla. Después de la función, le pedí al camarero que, por favor, le sirviese una copa. Ella no tardó en darme las gracias y, con un gesto de su mano, me indicó que nos sentásemos en lo oscuro. “No necesitamos más luz que la del fuego de nuestros cuerpos”, me musitó al oído. 

Ahora me vienen a la cabeza estas cosas, cuando leo que El Molino, el mítico cabaret de Barcelona, va a volver a abrir sus puertas y sobre su escenario actuarán músicos y cantantes de jazz. Siempre supe que las ciudades necesitan este tipo de garitos,  locales de música en directo donde un saxo encienda el fuego que media entre el asfalto de la calle y el cementerio. Escasean los sitios  que den cobijo a los corazones faltos de cariño, barras de bar donde permitan aflojarse el nudo de la corbata, mientras una cantante de jazz revuelve la memoria y el deseo.  

Cuando ya no sea posible dar marcha atrás y el  aliento huela a mentira, lo mejor es deshilachar las notas de una vida entregada al absurdo de vivir para trabajar. Sin duda, el jazz es la mecha que te puede empujar a dejarlo todo. A mí me sucedió, ya digo, cuando conocí a aquella mujer que cantaba como Ella Fitzgerald y que me alivió el peso de la lluvia enseñándome que los placeres  son tan parecidos a los delitos que, a veces, llegan a confundirse. Esto último lo aprendí dejando que me llenara la boca de humo. 

Hasta aquella noche no supe que el alma se encontraba en los pulmones, y que el jazz es el mejor alimento para la gente que todavía se atreve a soñar que alguna noche de estas vivirá  una bella historia de amor donde aparezca la música de Chet Baker envolviendo la penumbra adecuada; un exceso literario entre dos cuerpos que muy pronto van a decirse adiós, lo que tarde el último tren en aparecer con la agonizante luz del crepúsculo.   

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