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Don Juan Tenorio, mi mayor disparate
En Alcalá de Henares se escenifica al aire libre desde 1984, con célebres actores en los papeles protagonistas, y en Guadalajara son un centenar de aficionados los que en el Palacio del Infantado de la familia Mendoza reviven el llamado Tenorio Mendocino. Representaciones parecidas del Tenorio se dan por todo el país, signo del favor popular conquistado por una obra de teatro como no lo ha logrado ninguna otra del repertorio español.

Este drama procuró fama y popularidad a su autor en vida, y gracias a él José Zorrilla (1817-1893) se coronó como el gran poeta dramático del romanticismo español. Sin embargo, resulta llamativa la relación conflictiva que tuvo con ella. Es natural que los autores se avergüencen de alguna obra de juventud, pero su caso no es el repudio puntual a un ejercicio de principiante. El poeta fue crítico con todas sus obras dramáticas, pero su relación con el Tenorio se volvió obsesiva, y cada vez más creciente su desafecto por el personaje que había creado. Lo prueban las distintas acometidas que le dispensó a lo largo de su vida en escritos y actos públicos. Llegó a decir: “Mi don Juan es el mayor disparate que he escrito... No hay drama donde yo haya acumulado más locuras e inverosimilitudes”.

Zorrilla se convirtió en su crítico más virulento, especialmente en su madurez, cuando por necesidad se vio obligado a dejar el gremio de los poetas por el de los periodistas buscando sustento para su familia y para él. Entonces abandona el verso y con 64 años comienza a publicar por entregas una serie de artículos en prosa en Los Lunes de El Imparcial bajo el título Recuerdos del tiempo viejo, fundamentalmente recuerdos de su aventurera y farandulera vida por España, Europa y América, y en los que leemos en repetidas ocasiones: “Don Juan mantiene en el mes de octubre todos los teatros de España y las Américas españolas. ¿Es justo que el que mantiene a tantos muera en el hospital o en el manicomio por haber producido su Don Juan en un tiempo en que no existía la ley de propiedad literaria?”.

El Tenorio lo escribió Zorrilla muy joven, con 27 años, y lo estrenó inmediatamente, en la primavera de 1844 en el Teatro de la Cruz de Madrid, con una acogida regular que fue a más en los meses siguientes y que se convirtió en el gran éxito del teatro español hasta bien entrado el siglo XX.

El autor vendió la obra cuando no se reconocía ni protegía legalmente el derecho de propiedad intelectual y le irritaba que otros se enriquecieran a costa de ella mientras él debía contentarse con la fama, los homenajes y las funciones a su beneficio. Es comprensible que a un hombre que anduvo toda su vida preocupado por el dinero, peleando con empresarios y editores por cuestiones económicas, embarcándose en negocios varios y quejándose de que “no podemos los poetas vivir del aire”, le fastidiara la irretroactividad de una flamante ley que no protegía el mayor éxito teatral del momento, su Tenorio, pero tampoco el resto de sus obras dramáticas.

La relación de amor-odio de Zorrilla con su Don Juan encuentra muchas otras razones: se conjetura un caso de suplantación del poeta por su personaje que merecería el diván del psicoanalista. Por su parte, el dramaturgo José Luis Alonso de Santos apunta una razón más académica: un ajuste de cuentas con el movimiento romántico que de joven había representado en un momento en el que tiene que volver a escribir por necesidad, cuando ya es un escritor maduro en un ambiente literario dominado por el realismo y el naturalismo.

Ciertamente Don Juan Tenorio es fruto de la imaginación de un joven poeta romántico, mientras la autocrítica pertenece a un viejo escritor que ve que su época ha pasado y al que le reprochan que no haya sabido retirarse a tiempo: “Los veintidós años que estuve ausente de mi patria me mataron civilmente en el espíritu de la generación que no me veía, y yo volví como un resucitado que sufre los efectos y presencia el espectáculo de su fama póstuma”.

El poeta amagó varias veces con publicar un ensayo que iba a titular Don Juan ante la conciencia de su autor y en el que relataría la conflictiva relación moral con su personaje. Nunca lo hizo. Pero según el profesor Piero Menarini, sí escribió mucho sobre el tema, especialmente a partir de 1877, cuando estrenó su adaptación de la obra a zarzuela; luego, en una función a beneficio que le brindó el empresario Felipe Ducazcal en el Teatro Español en noviembre de 1879 y en la que leyó unas redondillas al final de la representación de su drama; y más tarde en el artículo “Cuatro palabras sobre mi Don Juan Tenorio”, aparecido el 10 de mayo de 1880 en El Imparcial (e incorporado y aumentado en el primer volumen de Recuerdos del tiempo viejo).

La maldición de don Juan

En las redondillas que lee en el Teatro Español confiesa que sufre la maldición de don Juan, pues su personaje (gracias a la fama que ha alcanzado) lo arrastra consigo allá donde vaya, con la diferencia de que, mientras don Juan siempre es joven, él envejece. Sufre una especie de esquizofrenia: don Juan existe gracias a él, pero ya vive solo, no necesita del autor; por el contrario, Zorrilla, que se marchó del país, sigue siendo recordado por el público gracias al personaje:

¡Feliz malogrado afán!

Al volver de tierra extraña,

me hallé que había en España

vivido por mí don Juan.

Más extensa y detallada es la autocrítica de la obra que hace en el artículo de El Imparcial. Cuenta que recibió el encargo de escribir un drama para el actor Carlos Latorre que debía resolver en veinte días. Pretendía una refundición de El burlador de Sevilla de Tirso de Molina y sin otra referencia literaria empezó por el segundo acto, a partir de unos ovillejos amanerados que se le ocurrieron una noche de insomnio.

Luego trazó un plan para conservar “la mujer burlada de Moreto, y hacer novicia a la hija del Comendador, a quien mi don Juan debía sacar del convento para que hubiese escalamiento, profanación, sacrilegio y todas las demás puntadas de semejante zurcido”. Y añade: “Se comprende fácilmente que no podía salir buena una obra tan mal pensada”.

En este drama el joven Zorrilla volcó muchas de sus inquietudes y deseos en retratar a su héroe, que al principio funciona como su alter ego. Él mismo confiesa en sus memorias: “Al escribir esta cuarteta, más era yo quien la decía que mi personaje don Juan”. Es también una obra que enfrenta a padres con hijos, reflejo quizá de la conflictiva relación que tuvo el autor con su progenitor y que, como revela en sus memorias, atormentaron su conciencia a lo largo de toda su vida. Lo significativo de la autocrítica es que Zorrilla cambia de bando al alinearse ahora con los padres al comportarse como tal frente a su depravado hijo literario.

Su crítica es fundamentalmente un juicio moral a don Juan, en el que lo desmitifica y desaprueba desde la perspectiva de escritor maduro, hombre de carácter disconforme y de robusta fe cristiana que creó una criatura, un golem, que ya no puede enderezar. Por ello prefiere sustituir a su héroe por la monja doña Inés: “Mi obra tiene una excelencia que la hará durar largo tiempo sobre la escena (…) la creación de mi doña Inés cristiana. (…) Quien no tiene carácter, quien tiene defectos enormes, quien mancha mi obra es don Juan; quien la sostiene, quien la aquilata, la ilumina y le da relieve es doña Inés; yo tengo orgullo en ser el creador de doña Inés y pena por no haber sabido crear a don Juan. El pueblo aplaude a éste y le ríe sus gracias, como su familia aplaudiría las de un calavera mal criado (…). Don Juan desatina siempre, doña Inés encauza siempre las escenas que él desborda”.

En su análisis señala errores dramatúrgicos del primer acto, donde en una hora ocurre todo porque “estas horas de doscientos minutos son exclusivamente propias del reloj de mi don Juan”. Y se mofa de la falta de verosimilitud de algunos de los versos más famosos (los de la llamada escena del sofá, que, por cierto, no hay sofá que valga en las acotaciones) que don Juan dice cuando huye a todo correr de tantos como quieren vengar sus engaños: “En esta situación altamente dramática, aquel enamorado que por su pasión ha atropellado y está dispuesto a atropellar cuanto hay respetable y sagrado en el mundo, cuando él sabe muy bien que no van a poder permanecer allí cinco minutos, no se le ocurre hablar a su amada más que de lo bien que se está allí donde se huelen las flores, se oye la canción del pescador y los gorjeos de los ruiseñores”. Ello explica, a su juicio, que no haya actor que pueda decir bien estos versos.

Justifica con ironía su derecho a juzgar su obra y, ya metido en el oficio de crítico, expresa hasta cómo debe ser la crítica teatral: “¿Sería posible, aunque para mí inconcebible sería, que se ofendiera la crítica de que yo, a mis sesenta y cuatro años, al ajustar cuentas con mi conciencia, dijera de mi Don Juan lo que ella, o por consideración al autor o por no atreverse a ir contra la corriente de la opinión, no ha dicho en los mismos treinta y tres años? Es imposible; la crítica tiene que ser hidalga y leal en España, como lo es su pueblo, y no puede tornarse nunca en injusta, corrigiendo sólo al autor, no concediéndole ni permitiéndole nada, ni aún reconocer y corregir sus defectos sin corregir el mal gusto, cuando extravía los juicios del público y el arte de los actores, ocasionando los excesos y faltas de las empresas: todo lo cual constituye lo que se llama el teatro, que no es sólo la palabra escrita del poeta”.

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