A unas pocas calles de distancia, el Museo Nacional de Escultura de Valladolid recoge la primera exhibición monográfica de la escultora Luisa Roldán, bajo el título Luisa Roldán. Escultora real. Ambas dan brillo a los artistas de la madera, quizá, no suficientemente valorados o reconocidos desde la óptica del siglo XXI, sepultados por la extensa sombra de la pintura. El hallazgo no tan previsible es que, de paso, también alumbran los nombres (mucho más anónimos) de aquellos que se encargaron de dar color a aquellas imágenes, fundamentalmente religiosas, sentando las bases de un canon que no ha variado en los últimos 400 años.
Esta es, al menos, una de las principales conclusiones que extraen los creadores de una de las muestras más llamativas en el final de 2024 y el inicio de 2025. Aunque la idea de Jesús Miguel Palomero y René Jesús Payo de reunir en un mismo espacio las creaciones de Fernández y Montañés se fraguó antes del parón por la pandemia, y nada tenía que ver con su marco temporal definitivo. Paradojas de la vida, los comisarios plantearon para esta exposición recuperar el contexto histórico de 1600, donde la peste se llevó por delante, aproximadamente, un 20% de la población en las dos ciudades que encadena la propuesta El arte nuevo de hacer imágenes: Valladolid, capital de la escuela castellana de escultura, y Sevilla, núcleo de los escultores andaluces. Desde el germen del proyecto, una pandemia ha causado la muerte a más de 121.000 españoles, y otra catástrofe, la reciente DANA, focalizada en la Comunitat Valenciana, ha afectado a casi un millón de personas, con más de 220 fallecidos. Ahora como entonces, la sociedad busca respuestas en medio de una crisis que ha marcado severamente la vida de los ciudadanos.
Yacente de Gregorio Fernández (primer plano), con las figuras orantes de Alonso Pérez de Guzmán el Bueno y su esposa María Coronel, de Martínez Montañés, con policromía de Francisco PachecoYa por entonces, hace cuatro siglos, nuestros antepasados necesitaban definir una nueva imagen de Dios, una cara alternativa que, en lugar de prolongar el castigo, infundiese esperanza a la sociedad. Y en ese lapso apareció una generación de artistas que tallaron, dieron una nueva forma a esa divinidad. “¿Cuál es el rostro del Dios románico? Uno punitivo, apocalíptico, que ya no interesaba a la sociedad del siglo XVII porque implicaba que la peste había sido consecuencia de los pecados cometidos”, expone Jesús Miguel Palomero, catedrático de Historia del arte y uno de los comisarios.
Y así es como ha surgido un museo temporal —aprovechando los diferentes espacios (nave y capillas) de la catedral de Valladolid— que reúne las piezas de las dos máximas figuras de la escultura barroca, junto a destacadas obras de colegas de su generación, para ponerle rostro a ese nuevo Dios y documentar, ante los ojos del visitante, el cambio de la iconografía. Un propósito que no esconde las diferencias entre la forma de hacer imágenes del sur y del norte. “El Jueves y el Viernes Santo se celebran el mismo día y a la misma hora en Valladolid y en Sevilla; sin embargo, en el norte encontramos la dureza de la meseta, las vírgenes maduras y ese Cristo dramático que nos ofrece la sangre, mientras que en el sur la sangre repugna y las vírgenes son adolescentes”, analiza el experto. Así que la propuesta ilustra diferencias y similitudes de ambos territorios, “con una teatralidad barroca y un criterio moderno”, a través del montaje que ha realizado la experimentada fundación Las Edades del Hombre —34 años de actividad—, con el apoyo económico de la Junta de Castilla y León.
“Un espectáculo”A juicio de los comisarios, el resultado de El arte nuevo de hacer imágenes (título adaptado del ensayo El arte nuevo de hacer comedias, de Lope de Vega) es “un espectáculo”. La disposición y la factura de las obras de Gregorio Fernández y Juan Martínez Montañés (en un conjunto de 70 piezas, donde también hay pinturas, documentos y otros objetos) subrayan, a juicio de los responsables, el “punto de inflexión” que su contribución marca en la historia del país. “Los prototipos que estos dos artistas crean en su tiempo son los que estamos manteniendo en los momentos actuales; lo que nos llama poderosamente la atención es que la fuerza de estos hombres ha impuesto un criterio que seguimos respetando”, explica Jesús Miguel Palomero. Ambos (y otros colegas del máximo nivel, como Alonso Cano o Juan de Mesa) pertenecen a un tiempo en el que la escultura miraba a los ojos a la pintura, pese a que esta última se acabe imponiendo definitivamente: la valoración que la época otorgaba a las dos disciplinas en las almonedas era similar y, para ventaja de la talla, como apunta Palomero, “se buscaba que la imagen fuera real, que se pudiera tocar”.
Cristo atado a la columna, de Gregorio Fernández, de la Cofradía de la Santa Vera Cruz de ValladolidEsa reñida batalla que establecían escultores y pintores (aunque, estos últimos eran más numerosos) tenía su réplica entre los propios tallistas y los otros dioses de la época, hoy prácticamente anónimos: los autores de la policromía. “Cuántas imágenes de talla magnífica se echan a perder con un mal policromado, y cuántas discretas se revalorizan cuando trabaja un policromador de fuste”, reflexiona el catedrático José Miguel Palomero, para focalizar la atención en estos especialistas de la pintura, el color y el acabado. Bajo su punto de vista, la técnica de la policromía en este periodo es “la gran aportación universal al arte” de los artistas españoles, y “esto hay que decirlo”. Tal fama llegaron a cobrar estos pintores especialistas, que batallaron en los juzgados por un reparto equitativo de las retribuciones. “En un momento determinado, quieren cobrar lo mismo que los escultores, fundamentalmente, porque utilizan el oro, y el oro es caro”, puntualiza Palomero.
San Bruno, de Martínez Montañés, Museo de Bellas Artes de SevillaPero hubo quienes no estuvieron de acuerdo con repartir beneficios a partes iguales. Entre ellos, precisamente, el escultor Juan Martínez Montañés. El genio jiennense optó por contratar los trabajos de manera conjunta (talla y policromía), reservando únicamente un 25% al acabado, que subcontrataba él mismo. Tal y como explican los comisarios de la exposición, esto suponía “conculcar, quebrantar, las ordenanzas del gremio”. Al policromador gaditano Francisco Pacheco, que trabajó frecuentemente con Montañés, se le atribuye una cita esclarecedora: “Vayamos todos al Juzgado, porque estoy persuadido de que Montañés es hombre como los demás”. Una proclama que define la condición semidivina que se otorgaba a artistas del momento, de la talla del escultor jiennense. Por eso, cotizaciones aparte, parece que Montañés, Fernández y otros de su generación sí terminaron por imponerse en otra batalla: la de la popularidad.
La fama inmortal de la RoldanaFama compartida con la de otros colegas de profesión. Con Luisa Roldán entre las más pujantes, pese a su condición de mujer en el siglo XVII. A unos pocos minutos caminando desde la catedral de Valladolid, el Museo Nacional de Escultura abre sus puertas —hasta el 9 de marzo— a la muestra temporal Luisa Roldán. Escultora real, primera exposición monográfica sobre la autora que reúne cerca de sesenta piezas (algunas han pasado por el taller de restauración del museo) en torno a una obra cuya “mayor singularidad, aparte de su altísima calidad, fue la dedicación a un grupo de piezas realizadas en materiales distintos a la madera, como el barro cocido y policromado, que ella misma denominaba alhajas de escultura”. El comisario, Miguel Ángel Marcos Villán, define esta original producción como “un tipo de arte más decorativo que devocional, aunque los temas sigan siendo religiosos, con piezas que encontraron especial acomodo en el ámbito de la corte en tanto que objetos suntuosos”.
Nacimiento y Cabalgata de los Reyes Magos, una de las obras maestras que se exponen en 'Luisa Roldán. Escultora real'Si bien sus trabajos fueron ensombrecidos al inicio por la figura de su padre, Pedro Roldán, y por su género en un lejano siglo XVII, el conservador sostiene que la importancia y la fama de la popular Roldana quedan documentadas desde pronto, a través de los contratos artísticos que ella misma negocia y firma con las instituciones. Pero, sobre todo, gracias a la tarea divulgativa del prestigioso investigador de la época Antonio Palomino. “Las biografías de Luisa Roldán y de Sofonisba Anguissola fueron las únicas que el tratadista dedicó a mujeres entre las más de doscientas que escribió sobre artistas españoles en 1724”, precisa Miguel Ángel Marcos, quien cita además dos de las obras de la sevillana que causaron impresión y “pasmo” en la época por su extraordinaria factura: el San Miguel de El Escorial y el Nazareno de la localidad conquense de Sisante.
Virgen de la leche, de Luisa RoldánEn el caso de Luisa Roldán, no es que el comisario sitúe la policromía a la altura de la talla de la madera o el modelado del barro, sino como una parte indisociable del proceso artístico que, en este caso, se llevó a cabo siempre en las mismas manos. “Contó con la colaboración de su cuñado, Tomás de los Arcos, un policromador muy competente, formado muy cerca del pintor Valdés Leal, adoptando las técnicas que estaban en boga en aquella época”. Para Marcos Villán, “uno de los grandes éxitos de esta escultura en la etapa cortesana (Roldán fue escultora de cámara bajo los reinados de Carlos II y Felipe V) es que el taller se redujo a ella, su marido y su cuñado, lo que garantizaba el control absoluto del proceso artístico y el resultado final, con una calidad a la altura de las exigencias de la monarquía y la alta nobleza”. La fama de Luisa Roldán, pues, no paró de crecer y expandirse hasta su muerte en 1706 (y más allá), cuando sus creaciones eran ya inmortales.