Midway se sitúa entre las primeras. Como película ajena a los grandes estudios de Hollywood, es una de las más caras de la historia. Su coste estimado (entre 60 y 100 millones de dólares, dependiendo de las fuentes) se mantiene lejos de los presupuestos récord de El Atlas de las nubes, Valerian y la ciudad de los mil planetas o Monster Hunt 2, pero la sitúa como un proyecto de riesgo parcialmente asumido por un contendiente de las majors estadounidenses: Lions Gate Entertainment (Los juegos del hambre, Crepúsculo).

Rápidamente, puede surgir un paralelo entre Midway y la narración bélica de otro referente del blockbuster más estruendoso: Pearl Harbor, de Michael Bay (Transformers). El alemán firma su visión de la II Guerra Mundial con una edad mucho más avanzada que el entonces treintañero realizador de Armageddon: el joven que consiguió su lugar en Hollywood mediante Soldado universal es ahora un veterano que debe completar la financiación de su proyecto con capital chino. Aún así, a pesar de que Emmerich se muestre algo más sobrio que Bay, podemos advertir una mecánica similar: el dramatismo del tema tratado no supone un replanteamiento profundo en la narrativa o la estética. Las imágenes de sufrimiento o violencia descarnada no deben dificultar la venta de entradas para el show.

El crítico David Ehrlich ha apuntado que Emmerich parece saber más de las películas sobre la II Guerra Mundial que sobre la misma contienda. Más allá de la pertinencia del comentario, cabría preguntarse si este dardo no podría lanzarse a la gran mayoría de grandes producciones bélicas del audiovisual reciente, concebidas y filmadas por creadores que miran el hecho militar desde desde la distancia geográfica respecto a unos conflictos crecientemente privatizados. O a los mismos espectadores, consumidores de historia en versión ficcionada.

Bienvenido sea el debate si supone una reflexión colectiva sobre cómo nos enfrentamos a la guerra procesada como espectáculo de entretenimiento. Pero se diría que Emmerich, a menudo ridiculizado por la crítica, es una presa fácil. Al fin y al cabo, La batalla de Midway (estrenada en 1976) no saldría clamorosamente triunfadora en una comparación directa entre versiones fílmicas del enfrentamiento. Tampoco lo haría la nipona Almirante Yamamoto, que mezclaba unas escenas de acción confeccionadas mediante maquetas y el biopic implícitamente apologético de la sociedad japonesa: Maruyama y compañía se empeñan en escenificar que muchos ciudadanos se distanciaban de la belicosidad imperial y sus pactos con Hitler.

Clasicismo con briznas de capitalismo posmoderno

En Midway se combinan las escenas de despachos, táctica militar y hallazgos criptográficos, con las gestas de varios ases del aire liderados por Dick Best, un piloto de heroísmo lindante con lo suicida. Dotar de protagonismo a los aviadores es una elección siempre cómoda cuando se trata de representar una guerra sin reparar demasiado en los estragos que esta causa: a vista de pájaro, la destrucción es menos fea y dolorosa. Por el camino, asoma un cierto desprecio antipolítico que encaja con el imaginario de Hollywood y también con el pensamiento castrense ("Washington se equivoca", dice un estratega interpretado por Luke Wilson).

Aunque el resultado llegue a ser espectacular, los fondos empeñados en el proyecto parecen quedarse algo cortos: sus responsables han podido pagar vistosidad en las escenas de acción, pero no han conseguido recubrirla de un añadido de verosimilitud. La omniprescencia de fuegos clamorosamente digitales remite a un videojuego que no es interactivo, pero que más de un espectador visionará gustosamente. Porque, si ajustamos las expectativas a los resultados que Emmerich ha conseguido a lo largo de su carrera, su Midway puede resultar satisfactoria.

El realizador de 2012 nos ofrece una guerra cómoda de ver, fácilmente consumible como un placer culpable que nos transporta parcialmente a los terrenos familiares del cine bélico sin demasiada sangre ni dolor, protagonizado por héroes individuales clásicos y de certezas simples. A la vez, su propuesta incorpora algunos asteriscos que remiten a esa posmodernidad que debía romper con un viejo humanismo lastrado por múltiples insuficiencias (el androcentrismo, unos nacionalismos acríticos ante lo colonial o celebradores de su orden racista, etcétera), pero que acaba muy vinculada a una visión neoliberal del mundo como un mercado global presidido por las transacciones (o apropiaciones) económicas.

Este contexto histórico se materializa en diversos elementos. Aunque los responsables del filme usen los ataques a Pearl Harbor como detonantes de la intervención militar, no emplean la venganza patriótica como eje temático. A diferencia de varias revisiones del imperialismo japonés visto desde China (Ciudad de vida y muerte) o Corea del Sur (El imperio de las sombras), Midway no proyecta odio, sea por la convicción de superar un patriotismo que demoniza al otro o porque no quieren cerrarse puertas comerciales. Incluso se muestra al adversario bajo un prisma (arquetípico) de respeto: se representa a un enemigo con tendencias maquinales, formado por hombres honorables sin rastro de vida personal.

Entre las explosiones y los tópicos dramáticos, Emmerich y compañía no encuentran tiempo para incluir algún recordatorio (sí incluido, aun con timidez, en La batalla de Midway) sobre el confinamiento y desposesión de centenares de miles de inmigrantes japoneses y sus descendientes durante la guerra. En cambio, se incrustan fugaces recordatorios sobre las masacres cometidas por el imperio de Hirohito en el resto de Oriente (quedan fuera del alcance cronológico del filme las posteriores matanzas aliadas en Tokio, Dresde, Hiroshima o Nagasaki).

Esa asimetría de señalar alguna vergüenza japonesa sin reparar en abusos estadounidenses podría hacernos sospechar que los creadores no están abrazando desinteresadamente la complejidad de la historia mundial. Que Emmerich y compañía no sufren un arrebato internacionalista que matiza el endémico egocentrismo de los relatos norteamericanos sobre la II Guerra Mundial y su habitual olvido de las viejas alianzas con fuerzas comunistas.

Aunque el realizador haya criticado el auge de los nacionalismos, y no tengamos motivos para cuestionar su sinceridad, también resulta plausible que rinda un homenaje al capital chino que cofinancia la película y a un mercado que se ha ido acostumbrando a este tipo de gestos. La posible sensibilidad humanista se entrelaza con los intereses económicos en una madeja difícilmente distinguible. Y los más escépticos optarán por recordar una frase del thriller  político-periodístico Todos los hombres del presidente: "Follow the money" (sigue el dinero).