Con una sociedad herida, que aún no acaba de comprender el altísimo nivel de violencia suscitado en once días de protestas contra la elevación del precio de los combustibles, Ecuador atraviesa ahora un lento despertar de una de las pesadillas más impactantes de las manifestaciones: los saqueos.
A través de su historia, el país andino ha sido escenario de innumerables manifestaciones sociales, pero no tenía en sus registros ningún edificio incendiado, vehículos incinerados en plena vía, encapuchados agrediendo en las calles o gente rompiendo puertas de almacenes para saquearlos en medio de las protestas.
Los once días de protestas terminaron cuando se derogó el polémico decreto que eliminó los subsidios a los combustibles, y se saldaron con al menos seis muertes, cientos de heridos y millonarias pérdidas materiales, que asumirá la sociedad en su conjunto, al haberse afectado bienes públicos, pero también ciudadanos de a pie.
El 12 de octubre, cuando ocurrieron las protestas más violentas, Santiago Mancheno estaba en su casa mientras en las inmediaciones de la "zona cero" de las manifestaciones en Quito, saqueaban sin piedad su almacén de bicicletas.
En medio de la angustia, desafiando el toque de queda decretado en la ciudad, pedaleó los algo más de 18 kilómetros que separan Quito del valle donde vive. En el camino encontró manifestantes que bloqueaban vías con clavos, palos y neumáticos en llamas y que, incluso, amenazaron con quemarle la bicicleta.
Pero si el trayecto de unos 45 minutos fue aterrador, lo peor lo vio al llegar a su local en el epicentro de las protestas.
"Nos rompieron tres puertas de seguridad, ingresaron y robaron todo lo que pudieron. Era una turba de gente que no era posible de controlar", comenta a Efe en el almacén del que le robaron setenta bicicletas a través de puertas, ventanas y hasta por el techo.
De la gran puerta principal que protegía su almacén ahora solo quedan las huellas en la pared, mientras que hierros retorcidos de lo que era una segunda puerta de seguridad cuelgan peligrosamente al inicio de unas escaleras.
Más arriba: puertas a la mitad, cerraduras y ventanas rotas, baños dañados, techos destrozados y restos de bombas lacrimógenas en un corredor quedan como testigos del saqueo en medio de una protesta que la Policía no lograba controlar.
Calcula pérdidas por unos 40.000 dólares como producto de unas manifestaciones en las que cree que no sólo hubo indígenas sino "una mezcla de infiltrados, delincuentes y vándalos".
Los líderes indígenas de las protestas también hablan de infiltrados, mientras que el Gobierno sospecha, además, que desde las sombras, políticos intentaban desestabilizar la democracia, generalizando el caos por todo el país.
"He vivido 48 años en este país y nunca he visto la violencia con la que se ha actuado", anota Mancheno mientras camina por su almacén calculando las facturas que se le acumulan tras quince días sin poder trabajar, y que quizá pueda cubrir en algo al acceder a una línea de crédito abierta por el Gobierno para los afectados.
Afuera de su local, pintadas contra el Gobierno, hollín en las aceras donde los manifestantes se quemaron neumáticos, árboles cortados y rejas de otros locales arrancadas completan un lamentable escenario, que tiene como telón de fondo el edificio de la Contraloría General del Estado, incendiado en las protestas.
Frente a ese edificio, Saskya Villalba limpia los destrozos tras el saqueo que sufrió el restaurante que abrió hace tres años, cuando volvió de España luego de ahorrar lo suficiente para reinstalarse con un negocio en su país.
Le robaron ollas, cuchillos y la vajilla; le rompieron mesas, sillas, frigoríficos, televisión, microondas, el techo, las ventanas, y hasta una pared.
Responsabilizó a delincuentes de los saqueos, en los que calcula perdió más de 20.000 dólares, y pidió a Dios por fuerza para salir adelante y a los ciudadanos cualquier apoyo para volver a empezar.
"Estoy recién despertándome del shock", asegura a Efe cerca de un ventanal que presenta un inmenso agujero por el que entró una bomba lacrimógena, que aún yace cerca de una pared.
Mira a la Contraloría y teme por su futuro pues los empleados de esa institución eran sus clientes y ahora deberán ser reubicados.
"No sé si me volveré a levantar. No puedo acceder a un préstamo porque ya tengo otros", comenta en medio de los destrozos y a los pies de dos muñecos de indígenas que adornan la entrada de un restaurante, que limpia en medio de un aire aún enrarecido por el gas lacrimógeno días después de terminada la protesta.
Susana Madera