La cumbre de la OTAN, una reunión de andar por casa

La señal más clara de la falta de noticias y decisiones de calado en la trigésimo primera cumbre de la OTAN, celebrada en Bruselas este lunes, es que los titulares se hayan centrado más en cuestiones anecdóticas.

Por un lado, en clave española, sobre la torpeza de los encargados gubernamentales de comunicación, al querer convertir un simple saludo entre Joe Biden y Pedro Sánchez en una reunión bilateral, lo que no deja de traslucir un cierto complejo de inferioridad y un ansia exagerada por aparentar una grandeza que no se acompaña con los hechos.

Y, por otro, que se haya calificado la reunión de histórica por el simple hecho de que es la primera a la que el propio Biden asiste como presidente, tratando de hacer olvidar completamente el paso por esos mismos salones de su antecesor en el cargo.

En lo demás, la propia falta de sustancia en sus resultados, salpicada de encuentros bilaterales más o menos enjundiosos, vuelve a mostrar la creciente irrelevancia de una organización que incluso el presidente Emmanuel Macron calificó no hace mucho de estar "en muerte cerebral".

Formalmente, el encuentro del Consejo Atlántico ha servido para aprobar el documento OTAN 2030: Una agenda trasatlántica para el futuro, base conceptual de lo que debe convertirse, el próximo año, en el nuevo Concepto Estratégico que sustituya al que salió de Lisboa en 2010.

Asimismo, ha procurado aparentar una unidad entre los 30 aliados que, en realidad, hace aguas por demasiados sitios. Por una parte, ni siquiera el aumento del gasto en defensa en 2020 ni la brutal caída económica provocada por la pandemia logran disimular que solo 11 de ellos cumplen con el compromiso establecido en Gales (2014) de dedicar el 2% de su PIB a la defensa. Por otra, las tensiones internas no hacen más que aumentar, no solo en referencia a una Turquía cada vez más perturbadora o a una Alemania empeñada en sacar adelante el gasoducto Nord Stream II, sino también por las distintas visiones sobre la manera de responder a los desafíos que plantean Pekín y Moscú.

En realidad, son esos dos referentes, China y Rusia, los que explican en gran medida el esfuerzo de Biden por revitalizar el vínculo trasatlántico que Donald Trump se encargó de debilitar con sus reiterados desplantes a sus aliados europeos.

Ahora, Biden calcula que para la tarea prioritaria que tiene en su agenda de política exterior –hacer frente a la aspiración china de liderazgo y al aprovechamiento ruso de las dudas y ambigüedades europeas– necesita contar con sus aliados del Viejo Continente. Un continente que, sobre todo para los vecinos de Vladimir Putin, es sobradamente consciente de que sigue necesitando de manera vital a Washington para garantizar su defensa.

Y en esa visión coinciden tanto los denominados europeístas (con Francia al frente) como los atlantistas (con Gran Bretaña encabezando al pelotón de los antiguos satélites de la URSS). Se trata, en definitiva, de una aproximación interesada e instrumental que, vista desde la Unión Europea, supone seguir asumiendo un notable grado de subordinación a cambio de la cobertura que proporciona el paraguas de seguridad estadounidense a unos países que no acaban de decidirse a traducir en hechos su formal ambición de ser estratégicamente autónomos.

Pero esa percepción compartida no puede ocultar, por un lado, que Europa sigue perdiendo peso en la agenda estadounidense y, por otro, que la OTAN lleva tiempo inmersa en una huida hacia adelante en la que continúa preguntándose sobre su razón de ser en el mundo actual. Una OTAN que acaba de salir de Afganistán con un pobre balance acumulado tras 20 años de presencia sobre el terreno, sin haber podido estabilizar un país en el que los talibanes ya casi tocan el poder con sus dedos y, mucho menos, colocarlo en una senda de desarrollo sostenible. Una OTAN a la que algunos de sus miembros, sobre todo los más cercanos a Rusia, desean ver devuelta a su misión originaria de defensa territorial colectiva (evidentemente frente a Moscú); mientras que otros pretenden reforzar su condición de organización de seguridad sin límites geográficos y crecientemente capacitada para atender a amenazas como los ciberataques, la desinformación, las tecnologías disruptivas, las consecuencias de la crisis climática o las guerras hibridas.

La lista de temas a debatir no ha terminado ahí, y buena muestra de ello es que, por primera vez en un comunicado final de las cumbres atlánticas, China y su ambición militar aparecen explícitamente citadas, aunque cuidando hasta el extremo el lenguaje empleado para no calificar a Pekín como una amenaza –categoría que sí se aplica a Moscú–, sino que sigue apareciendo como un “reto sistémico”.

Queda por ver si el próximo año, con España de anfitriona, se producen avances más sustanciosos, empezando por la aprobación de un nuevo Concepto Estratégico y siguiendo por la confirmación de un nuevo Secretario General, sin olvidar la idea de elevar el presupuesto anual de la Alianza por encima de los 2.000 millones de dólares, algo que Jens Stoltenberg no ha logrado en esta ocasión.