Los que trabajamos en televisión tenemos un poco de maldad. A los productores de la versión estadounidense de Mira Quién Baila no les ha valido con fichar a todo un ex portavoz de la Casa Blanca y ex jefe de estrategia del Partido Republicano sino que además ha decidido que Sean Spicer se estrene en el programa bailando salsa vestido de amarillo fosforito. El espectáculo habla por sí solo.
Hay cierta justicia poética en que Spicer, que tanto ayudó a justificar las políticas racistas contra los latinoamericanos en EEUU, haya tenido que menear las caderas precisamente al ritmo del más latino de los bailes.
El descalabro de Spicer desde el atril de la sala de prensa de la Casa Blanca al plató de Mira Quién Baila es muy llamativo, pero nada novedoso. Solo es el último ejemplo del devastador efecto que trabajar para Trump puede tener en la carrera profesional de una persona. El presidente exige lealtad absoluta en sus asesores y a la vez se cansa pronto de ellos, una combinación muy dañina para las perspectivas laborales de los suyos. Después de haber defendido cada tuit falso, de haberse escondido entre los arbustos para evitar contestar a la prensa, de que el presidente en persona criticara su forma de vestir... Después de tantas mentiras y tantos ridículos, era difícil que Spicer encontrara el "típico trabajo" que solía esperar a los veteranos de la Casa Blanca.
Hasta ahora casi se daba por seguro. Su antecesor Josh Earnest, el último portavoz de Obama, es hoy vicepresidente en United Airlines, la cuarta aerolínea de EEUU; el que ocupaba el despacho antes que él, Jay Carney, es vicepresidente de Amazon, la mayor empresa de comercio del mundo; y el antecesor de éste, Robert Gibbs, trabaja también como vicepresidente de McDonalds, el gigante de la comida rápida. Hasta ahora, un codiciado trabajo en la Casa Blanca era además una garantía absoluta de acceder a algún puestazo a continuación. Una puerta giratoria al éxito y la riqueza que con Trump se ha cerrado para muchos.
Mejor bailando en televisión que encerrado en la cárcelCon todo, Sean Spicer todavía puede dar gracias si se compara con otros. Las empresas del Nasdaq no hacen cola para ficharle y ha escrito un libro del que ha vendido pocos ejemplares, pero al menos es un hombre libre. El director de campaña de Trump está en la cárcel, lo mismo que su abogado. Su primer consejero de Seguridad Nacional duró tres semanas en el cargo y ahora está a la espera de ingresar en prisión y arruinado por las facturas de los abogados. Su primer director de comunicación duró cuatro meses y su sustituto 10 días. A su antiguo estratega jefe le llamó "llorón" públicamente y a su ministro de Exteriores lo definió como "más tonto que una roca". Además, Trump ha demandado judicialmente a una antigua asesora, a la que también ha llamado "repugnante", "perra" y "enloquecida". Definitivamente lo de Spicer no está tan mal en comparación.
Con esta lista de agravios y efectos secundarios, es difícil entender cómo alguien se atreve todavía a trabajar para Trump y esto tiene consecuencias. El que se puede considerar como el puesto más importante de la Casa Blanca después del de presidente, el del jefe de gabinete, lleva vacante nueve meses. El presidente insiste en que le sobran candidatos cualificados, pero en todo ese tiempo no ha nombrado a nadie y se apaña con un sustituto en funciones.
Mi recomendación es que recupere los servicios del leal y creativo Sean Spicer, aunque para ello tendrá que esperar al veredicto del público. Su ex portavoz, siguiendo el ejemplo exitoso del presidente, ya está tratando de valerse de los votos de la derecha religiosa para que no le echen de Mira Quién Baila. Ha dicho en un tuit que si le salvan de la eliminación "enviarán un mensaje a Hollywood de que los que damos la cara por Cristo no sobramos". Después lo ha borrado pero, al igual que con su historial como portavoz, hay muchos que seguro se lo recordarán.