Cuanto más insiste Benjamin Netanyahu en que no parará hasta la victoria definitiva en Gaza –es decir, hasta eliminar totalmente a Hamás–, más claro resulta que ese objetivo está fuera de su alcance. Y si fuera necesario singularizar ese juicio en una sola imagen, basta con reparar en que, siete meses después, las Fuerzas de Defensa Israelíes (FDI) vuelven a estar empantanadas por tercera vez en zonas del norte y centro de la Franja, donde se suponía que las capacidades militares de Hamás y el resto de las milicias activas en sus escuetos 365km2 ya habían sido desmanteladas por completo.
La imposibilidad de alcanzar el objetivo propuesto por Netanyahu se deriva, en primer lugar, del simple hecho de reconocer que Hamás no es una guerrilla al uso, empeñada exclusivamente en una labor de insurgencia contra la potencia ocupante del territorio palestino.
Con el tiempo, el Movimiento de Resistencia Islámica ha logrado convertirse en un actor político con un considerable apoyo interno –imposible de cuantificar en la actualidad, pero en cualquier caso por encima del respaldo que pueda tener la Autoridad Palestina (AP)– y con una interlocución habitual con gobiernos de otros países. A eso une una relevante red de asistencia social a los más desfavorecidos entre los palestinos, sobre todo en la Franja de Gaza desde 2007, lo que, aunque su ideología resulte controvertida para muchos de ellos, le ha deparado una imagen positiva en comparación con la de Israel y la de la corrupta e ineficiente AP.
Eso significa, en síntesis, que Hamás es mucho más que un actor armado y se ha convertido en una idea de la que se alimentan las esperanzas de muchos palestinos que ya no esperan nada de la comunidad internacional, de quienes ocupan su territorio desde hace 57 años y de Mahmud Abbas y sus acólitos.
A eso se suma que, en el terreno militar, cuando se dirime una guerra asimétrica entre las fuerzas armadas de un Estado y un grupo irregular, el débil cuenta con algunos factores a su favor. Obviamente, las FDI tienen una abrumadora superioridad de fuerzas, tanto en efectivos como en armamento. Israel ha llegado a desplegar alrededor de 300.000 efectivos en las primeras fases de la operación Espadas de Hierro, mientras que se estima que Hamás cuenta con una fuerza de combate de unos 30.000-40.000 efectivos. Se cumplía así, sobradamente, el ratio habitual de tres a uno entre atacante y defensor –e incluso el de cinco a uno, cuando se trata de combate en localidades–; lo que, teóricamente, aseguraba la victoria a las FDI.
Pero la realidad está siendo muy distinta, sobre todo cuando el atacante no respeta las más elementales normas de la guerra y del derecho internacional, hasta el punto de que cabe entender que, para Hamás, no hay mejor banderín de enganche ahora mismo entre los palestinos que sobrevivan a la masacre que el ansia de venganza y revancha que genera la actuación de los militares israelíes. Y eso –a base de ataques masivos e indiscriminados, junto al uso del hambre como arma de guerra– asegura que habrá una nueva generación de combatientes, dispuestos a morir y a matar a quienes consideran los culpables de sus desgracias.
Pero antes de que llegue una nueva hornada, los combatientes actuales de Hamás –como tantas veces hemos visto en otros casos de grupos irregulares confrontados por fuerzas muy superiores– saben que en muchas ocasiones la mejor opción es, simplemente, no presentar batalla.
Aprovechando el mejor conocimiento del terreno y del entorno humano en el que se mueven, no es extraño que rehúyan el combate, difuminándose entre la población civil, a la espera de mejores circunstancias para reemprender la lucha contra el ocupante. De ahí se deriva que, por muy brutal que haya sido hasta ahora la destrucción causada por las FDI, Israel no ha conseguido eliminar toda la infraestructura productiva de cohetes y misiles, los almacenes de armas y, por supuesto, el grueso de los 24 “batallones” que se suelen asignar a Hamás, desperdigados en los distintos sectores en los que las fuerzas israelíes han fragmentado la Franja.
Si se tiene en cuenta que para eliminar a los 14.000 combatientes enemigos que Israel dice haber logrado las FDI han provocado una masacre –con decenas de miles de civiles muertos y heridos– y una destrucción sistemática de todo tipo de infraestructuras, además de violar el derecho internacional y deteriorar hasta el extremo la imagen de Israel como supuesta democracia, resulta desolador imaginar cómo podría el iluminado gobierno de Netanyahu plantearse el cumplimiento de la tarea que se ha fijado. El problema ya no es solamente que le queden otros 25.000 combatientes por eliminar, sino que ya pueden contar con que su actuación ha impulsado a muchos otros a sumarse a las filas de unas milicias, igualmente iluminadas, que no están dispuestas a deponer las armas.
Y así hasta el infinito.