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La debilidad de Hizbulá abre un escenario inédito para el nuevo Gobierno de Líbano

La debilidad de Hizbulá abre un escenario inédito para el nuevo Gobierno de Líbano

El nombramiento, en tan solo cuatro días a mediados de enero, de Joseph Aoun como presidente de la República y de Nawaf Salam como primer ministro responde a un significativo cambio en la relación de fuerzas, con la milicia chií a la baja y con Arabia Saudí al alza

Nada es fácil en un país tan convulsionado y fragmentado como Líbano, que visitó la semana pasada el ministro español de Exteriores. Por eso mismo resulta extraordinario que en tan solo cuatro días de enero haya sido posible nombrar un nuevo presidente de la República y un nuevo primer ministro, poniendo fin a un bloqueo político que se inició en noviembre de 2022 con el fin del mandato de Michel Aoun.

Y aunque ni siquiera así es posible garantizar que el país sea capaz de superar todos sus problemas, resulta tentador imaginar que lo que viene puede ser más esperanzador para una población sumida en una grave crisis económica desde 2019, a la que se suma el desastre provocado por la explosión del puerto de Beirut, en agosto de 2020, y una nueva invasión militar de Israel, a la espera de que ver lo que ocurre a partir del próximo día 26, cuando se cumplan los sesenta días del cese de hostilidades entre el país hebreo y la milicia Hizbulá.

El nombramiento de Joseph Aoun, el 9 de enero, y de Nawaf Salam, el 13 de enero, responde a un significativo cambio en la relación de fuerzas, con Hizbulá a la baja y con Arabia Saudí al alza. En el primer caso, el nuevo presidente (sin relación familiar alguna con el anterior) ha logrado acumular un notable capital político como jefe de las Fuerzas Armadas libanesas desde 2017, no tanto por demostrar su capacidad para garantizar la seguridad del país –ya que no pudieron hacer nada ante la embestida israelí– como por evitar que el sectarismo haya contaminado a los uniformados.

Por su parte, el nuevo primer ministro, representante libanés en la ONU en el periodo 2007-2017 y presidente de la Corte Internacional de Justicia desde febrero pasado (aunque ya era juez de dicha corte desde 2018), presenta un perfil alejado de las disputas internas entre los diferentes bloques políticos y alcanza ahora una posición a la que ya aspiró infructuosamente en 2022.

El factor principal que explica ambas elecciones es la debilidad política y militar de Hizbulá, tras haber sufrido el castigo al que las Fuerzas de Defensa de Israel han sometido a la milicia chií en estos últimos 14 meses y, especialmente, desde el inicio de la invasión de Líbano el pasado 1 de octubre. En un plano superior, el desgaste sufrido por Irán en el escenario regional ha permitido que otros actores, desde Arabia Saudí a Estados Unidos, hayan podido aumentar su influencia en los asuntos internos libaneses hasta el punto de quebrar el control que Hizbulá y los grupos afines ejercían desde hacía años. De ese modo, incluso “comprando” voluntades políticas entre los 128 parlamentarios, tanto Aoun como Salam han conseguido sus objetivos iniciales.

Superar las divisiones y las resistencias al cambio

Por supuesto, no terminan ahí los problemas. En lo inmediato el desafío más espinoso de Salam es conformar un nuevo gobierno, una tarea que en ocasiones anteriores ha necesitado meses y ha supuesto la renuncia de varios primeros ministros ante la imposibilidad de poner de acuerdo a fuerzas tan ancladas en sus propios privilegios, aun a costa del interés general. Y ya cabe imaginar que tanto Hizbulá como Irán tratarán de evitar por todos los medios su propia marginación política y militar, mientras que Riad y otras capitales del golfo Pérsico procurarán aprovechar la oportunidad para dejar fuera de juego a Teherán.

Todo ello contando con que Salam sabe que dispone de muy poco tiempo para generar esperanzas en una población harta de una clase política que ha defraudado todas sus expectativas desde hace mucho tiempo, dado que, como tarde, en la primavera de 2026 se tendrán que celebrar elecciones parlamentarias. La agenda del primer ministro, con muchos más poderes ejecutivos que el presidente de la República (en todo caso, comandante en jefe de las Fuerzas Armadas), se complica aún más por la imperiosa necesidad de llevar a cabo una reforma del modelo político que hasta ahora establece un reparto sectario de todas las instancias del poder [el primer ministro debe ser suní; el jefe de Estado, cristiano maronita; y el presidente del Parlamento, chií], lo que ha derivado en la creación de feudos partidistas aferrados a la conservación a toda costa de los privilegios alcanzados y de la lealtad de sus fieles.

Tampoco es menor el desafío de sacar a Líbano de la penuria en la que lleva demasiado tiempo metido como consecuencia de una corrupción rampante, que ha derivado en una crisis que va más allá de su sistema bancario y que, además, coloca al país en una situación de dependencia que ofrece muchas oportunidades a otros actores externos para seguir inmiscuyéndose en sus asuntos internos.

Basta con recordar que Líbano tiene una deuda externa que supera el 350% de su PIB (lo que lo convierte en el país más endeudado del mundo), una inflación que tan solo en noviembre pasado subió un 15,4%, una tasa de desempleo que ya ronda el 40% y un déficit comercial en torno al 68% del PIB. Eso se traduce en que más del 70% de la población vive por debajo del umbral de la pobreza, apenas hay dos horas diarias de suministro eléctrico en muchos rincones del país y la moneda local ha sufrido una pérdida del 95% de su valor desde octubre de 2019.

Una variable que dificulta aún más la agenda de Salam en el terreno socioeconómico es la realidad de una sociedad tan fragmentada por claves étnicas y religiosas, compuesta por 5,3 millones de libaneses, a los que se añaden unos 450.000 refugiados palestinos y no menos de un millón de sirios. Y lo mismo cabe decir ante una situación de inseguridad manifiesta, a la espera de ver lo que ocurra tras el inminente final del plazo establecido para que Israel y Hizbulá cesen el fuego y se retiren de sus posiciones en el sur de Líbano. Hasta hoy, nunca ha dado la impresión de que las Fuerzas Armadas libanesas estén en condiciones de imponerse ni a sus enemigos externos ni tampoco a la milicia chií, que ha dominado hasta ahora amplias zonas del país, incluida la frontera con Israel.

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