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Donald Trump ha vuelto y la resistencia está deprimida en un rincón

Donald Trump ha vuelto y la resistencia está deprimida en un rincón

No hay un buen libro de instrucciones para lidiar con el presidente, pero incluso la hiperactividad de caer en todas sus trampas parece preferible a la apatía con la que la oposición ha recibido sus primeros días en el gobierno

Historia de dos tomas de posesión: por qué el segundo mandato de Trump pinta mucho peor para el país

Trump es el mismo, pero algo ha cambiado. Cuando llegó al poder en 2017, medio millón de estadounidenses tomaron las calles de Washington en protesta y este año, apenas eran unos pocos miles.

No tendría por qué ser más que una anécdota, pero es un símbolo. La “resistencia” feroz que definió el primer mandato de Donald Trump, de la calle a las instituciones, parece haber desaparecido entre la resignación, la depresión o el conocimiento de que es mejor subirse al barco de Trump.

No es solo desánimo por todo lo que está pasando, es el luto por un modo de ver las cosas y de explicarse la realidad. En 2017, casi todos los estadounidenses de cualquier tendencia política vieron la irrupción de Trump como un accidente: muchos, como un trágico accidente, y otros, como un feliz accidente, pero todos como un giro inesperado, improbable y posible solo por una suma de casualidades irrepetible –ocho años de presidencia de Barack Obama, una reacción a la América post racial y políticamente correcta, una candidata terrible como Hillary Clinton...–.

2023 ha venido a certificar que no fue un accidente ni un mero calentón del electorado. Que sabiendo lo que fue la primera parte, los votantes han encargado una segunda y ya nadie puede justificarse o justificarlos. Para la mayoría de los demócratas, para el puñado de republicanos que no quería a Trump y para multitud de medios de comunicación se ha derrumbado un edificio ideológico fundamental: que Estados Unidos “no es así”, que en 2017 los votantes “no sabían”, que el país no podía volver voluntariamente a esto. 

Y en medio del polvo del derrumbe, muchos de los agentes fundamentales para impedir que un segundo mandato de Trump sea todavía más trágico están encogidos en posición fetal entre los escombros o dando palos de ciego para ver si encuentran una salida. Alternan las explosiones de ira con la racionalización, el humor negro con la desconexión total de las noticias y, en el caso de los políticos, el estupor con un intento de normalizar lo que no tiene nada de normal.

El desconcierto demócrata

En ningún lugar se ven mejor estas contradicciones como en el Partido Demócrata, donde buena parte de sus representantes políticos se dividen entre aceptar la derrota en algunas materias (los derechos de los inmigrantes irregulares, los solicitantes de asilo o las personas trans...) o dar la batalla asumiendo el relato de que perdieron las elecciones presidenciales principalmente por el descontento económico y nada más. 

No se puede resistir en todo ni contemporizar en todo, pero estas dicotomías están creando momentos absurdos. El gobernador de California, Gavin Newsom, probablemente uno de los candidatos demócratas a suceder a Trump en 2028, se ha encontrado con que la Casa Blanca no le devolvía las llamadas en plena crisis de incendios en California y que no le invitaban a recibir al presidente en su visita al estado la pasada semana. Lejos de enfadarse, se fue al aeropuerto por su cuenta y riesgo, se colocó frente al avión y abrazó a Trump cuando bajó la escalerilla, antes de llenarle de halagos.

El senador hispano Rubén Gallego, demócrata e hijo de inmigrantes, está trabajando con la nueva Administración Trump para “asegurar la frontera” con medidas que incluyen el encarcelamiento preventivo de inmigrantes sin papeles cuando son acusados de un crimen menor, porque cree que su partido está desconectado de lo que piensan los propios votantes latinos al respecto. Eso en la misma semana en que el presidente ha facilitado que se hagan redadas para deportar a cualquier migrante sin papeles en escuelas, iglesias y centros médicos.

Bajo el tsunami de Trump

Los representantes demócratas y la sociedad en general se encuentran además con un problema ya conocido del primer mandato de Trump: priorizar y decidir en qué temas quieren dar la batalla y cuáles dejar pasar. Puede parecer una cuestión menor, pero la primera semana de Trump en la Casa Blanca demuestra que reaccionar a cada tuit, a cada escándalo, a cada anuncio preocupante supone no hacer nada aparte de reaccionar.

¿Por dónde empezar? ¿Por los indultos a los que asaltaron violentamente el Capitolio o por los de los que acosaban a mujeres a las puertas de las clínicas adoptivas? ¿Por el despido ilegal de los inspectores anticorrupción de 12 ministerios? ¿Por la retirada de la escolta a funcionarios amenazados de muerte? ¿Por la suspensión de toda la ayuda al desarrollo? ¿Por la idea de expulsar de Gaza a toda la población? ¿Por el anunciado cierre de la oficina del Pentágono que trata de minimizar las muertes de civiles? Todos son escándalos y, sin embargo, si todos los días hay un escándalo o diez ya nadie se sobresalta.

No hay un buen libro de instrucciones para lidiar con Trump, pero incluso la hiperactividad de caer en todas sus trampas parece preferible a la apatía con la que la oposición ha recibido sus primeros días en el gobierno. El presidente ha aprendido mucho de su primer mandato, a tener planes más claros y ser más efectivo al llevarlos a cabo, pero está por ver si sus rivales aprendieron algo de provecho o simplemente pensaron que aquel accidente del destino jamás volvería a repetirse.

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