Cuando cuento en España que el Reino Unido se cae a trozos, la reacción de mi interlocutor suele oscilar entre la sorpresa y el escepticismo. Es algo que cuesta creer en referencia una de las mayores economías del mundo, el país donde nació el parlamentarismo moderno, donde se corona al jefe de Estado con oro y diamantes, y donde se sigue disfrutando de admiración ciega a costa del acento más respetado del idioma global.
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