Mohammad Rasoulof esperaba a los periodistas sentado en una silla. Sonreía y respondía amable. Nadie diría que hace una semana estaba huyendo de Irán, su país, donde había sido condenado a ocho años de cárcel y latigazos, y a confiscarle sus propiedades por el tribunal revolucionario del régimen. Argumentaban que Rasoulof había intentado “cometer crímenes contra la seguridad del país”.
Esos crímenes no son más que las películas que ha rodado, críticas brutales al Gobierno y por las que siempre ha tenido problemas.