Al fondo de la luminosa nave del Museo de Ciencias Naturales, pasado un esqueleto de tiranosaurio, hay una puerta de madera en un muro de piedra. Por allí, bajando una escalera, se abre un inesperado patio al que se asoman otros dos pisos de balcones enmarcados por columnas. Están llenos de vitrinas. Al entrar, cuesta entender lo que tienes delante.
La vista se adapta primero a la luz más tenue y luego trata de orientar los pasos dudosos entre una cantidad envolvente de estímulos.
Cada vitrina de madera negra a la que se puede dar la vuelta entera contiene decenas de objetos muy juntos, algunos superpuestos.