Rubito
El chico rubito odia que le digan rubito: le parece que es una forma –otra más– de rebajarlo. Si los demás chicos quieren hablar de su pelo que digan que es rubio o que no digan nada. Y siempre será mejor que no digan nada, pero el problema es que no es solo el pelo: con él todo es así, como un ataque. Todos siempre lo atacan, como si fuera siempre fácil. Y así son los movimientos lentos, deliberados, deliberadamente lentos con que su padre se saca el cinturón de cuero de la cintura de su pantalón marrón, enrolla la hebilla alrededor de su mano derecha, prueba el cuero gastado contra la izquierda tres o cuatro veces y le dice que se baje los pantalones –a él, al chico rubito, le dice que se baje los pantalones cortos– y se arrodille en el suelo con el culo levantado, la espalda bien derecha y la cabeza y los brazos apoyados en la silla –los dos brazos, le grita, apoyados en la silla– porque lo que acaba de hacer se merece una paliza seria.