¿Qué cabía esperar de una reunión en la que uno de los asistentes (Joe Biden) llama "asesino" a su interlocutor (Vladimir Putin) y este último replica que el Estado al que representa el primero es oficialmente un "país hostil"? Una reunión propuesta por el primero, diciendo que busca marcar las líneas rojas al segundo, y aceptada por este como un reconocimiento de que, como él mismo sueña, Rusia sigue siendo una superpotencia. Una reunión en la que las diferencias son mucho más acusadas que las coincidencias, pero que se explica, fundamentalmente, porque ambos necesitan definir una base común para gestionarlas, sin despeñarse en una deriva de la que ninguno saldría ganando.