Hoy que parecen remitir esos agotadores debates sobre el “terror elevado” —en cuanto a un grupo de películas que optarían por la complejidad aséptica y las ambiciones conceptuales antes que por dar miedo—, resulta curioso toparse con una nueva entrega de La profecía. La primera profecía nos remite a una saga iniciada en 1976, cuando no eran inusuales las producciones con un talante similar y además podían llegar a articularse como blockbusters. Es el caso de El exorcista, que en 1973 se convirtió en un fenómeno de público que, al igual que La profecía o La semilla del diablo, no temía definir emocionalmente a sus personajes, y que los dramas de estos se alimentaran de temores de alcance sociológico.